“libre comunicación de pensamientos y opiniones”
ANTONIO PASQUALI
25 DE ENERO 2015 - 12:01 AM
25 DE ENERO 2015 - 12:01 AM
La feroz matanza perpetrada en la redacción de un irreverente semanario
parisino, y la inmensa concentración humana de rechazo que le siguió: casi 5
millones de franceses (el triple que el día de la Liberación en 1945) con 50
jefes de Estado, primeros ministros y ministros de todas partes, debe
incitarnos a serios análisis conceptuales y de conducta, no solo porque nada de
la humana familia nos es ajeno, sino porque padecemos en carne propia una
versión soft pero tenaz, y por
colmo gubernamental, de aquella misma intolerancia hacia el libre y
diverso decir, hacia la resistencia racional y democrática a dogmas y
hegemonías.
La intolerancia, esa violencia moral que “retrasa el progreso
manteniendo en vida la tortura y masacre de inocentes” (Marcuse, 1965), privilegia
hoy de víctimas a quienes ventilan y denuncian con pluralidad de criterios los
abusos de poder. ¡Trágica paradoja de esta era de las comunicaciones! Ser
comunicador se ha vuelto doquiera una profesión hasta mortal (66 asesinados en
2014). Sin ir lejos, en el vecino país mártir, Colombia, se han matado en
35 años a 142 periodistas; entre ellos aquel Guillermo Cano de El Espectador, asesinado en 1986 por los narcos y
hoy epónimo de un Premio Mundial a la Libertad de Prensa de la Unesco. En esa
ocasión los medios colombianos decidieron publicar idénticos y anónimos
editoriales antinarco; una astucia valiente en la que parecieran haberse
inspirado los 12 periódicos del Quebec francófono que reprodujeron juntos una
de las caricaturas de Mahoma que le costara la vida a los colegas de Charlie Hebdo.
Roberto Saviano, el escritor perseguido por la camorra, escribió en los
días álgidos, con pesimismo, que a falta de adecuadas reacciones “nos veremos
en la próxima masacre”, pero Patrick Pelloux, escapado de milagro de la muerte,
exclamó: “Toda esa humanidad reunida por la libertad de expresión… es sin duda
el primer día de algo”. Y lo fue.
¿Por qué la “libertad de expresión”, en fórmula anglosajona, o la “libre
comunicación de pensamientos y opiniones”, como dice con más pertinencia la
“Déclaration” de 1789, han pasado a ser la piedra de toque de nuestros derechos
individuales y sociales; por qué concitan hoy a tantos millones en su defensa;
por qué hasta la Iglesia romana afirma ahora que su nueva doctrina de la
libertad religiosa es “tan fundamental como la libertad de expresión”? Por una
razón filosófica y otra política. Por un lado, sabemos que comunicarnos es la
condiciónsine qua non de nuestra relacionalidad con el semejante, que toda forma de convivir
es un derivado del modo de comunicar que predomina, y quien obra por desfigurar
o hegemonizar sus espontáneos, libres y plurales flujos y contenidos busca
alterar en su favor nuestros libre albedrío, relacionamientos y modelos
sociales. Por el otro, la historia ratifica que solo hay democracia allí donde
los ciudadanos, informándose recíproca y libremente, generan a flujo continuo y
sin impedimentos una genuina opinión pública, OP, autorregulada y no
manipulada, pluralista y contralora de los vicariales poderes públicos.
Mantener en vida una libre OP es hoy imperativo categórico en democracias que
dejaron atrás sus revoluciones y kaisers, soviet y fascismos, nazismos,
caudillos, ayatolás y coroneles golpistas manipuladores del poder mediático,
enemigos del comunicar libre y por eso ontológicamente antidemocráticos y
despóticos, como en el caso nacional.
Sobre contenidos: la tragedia francesa confirma que el fundamentalismo
es particularmente intolerante a la sátira mordaz que deja en ridículo la
seudoseriedad de los tiranos de toda pelambre. En Venezuela, país gobernado por demodés y patéticos egresados de las vetustas
escuelas cubanas de intoxicación ideológica, hay buena sátira (acosada) pero
sin masa crítica. Falta estigmatizar menos ocasionalmente las incontables
ridiculeces y crueldades del régimen, reinventar un Cojo Ilustrado, un Morrocoy
Azul, y ponerlos a morder con ritmo y estrategia el hueso
Miraflores/Capitolio.
Prohibido hablar, prohibido reírse
SERGIO
RAMÍREZ
25 DE ENERO 2015 - 12:01 AM
25 DE ENERO 2015 - 12:01 AM
El asalto despiadado de unos fanáticos yihadistas al periódico humorista Charlie Hebdo, y el asesinato masivo causado por
este ataque, que diezmó la plana mayor de la redacción del semanario, entre
ellos varios de los dibujantes de caricaturas de Mahoma, ha sido uno de los
hechos que mayor indignación y repudio ha causado.
Todo pasó hace ya algunas semanas, pero nunca se llega tarde a esta
clase de acontecimientos. Se trata de un ataque a la libertad de expresión y un
ataque a la libertad de reírse, perpetrado desde las oscuras cavernas de la
ignorancia fundamentalista que se profesa como religión, porque la ignorancia
también llega a ser una profesión de fe. Como no entienden de bromas, las risas
las apagan a fuego de metralla.
La indignación despertada por este crimen inaudito ha sido como una gran
ola que ha estallado por todas partes, muy saludable en un mundo donde todos
los días vemos amenazada la libertad de palabra por la pesada mano del poder.
Periodistas decapitados por denunciar a los traficantes de drogas, y
perseguidos y encarcelados por exponer los actos de corrupción gubernamental;
diarios y revistas que se cierran por temor ante la represión, o por amenazas,
o porque los gobiernos les quitan o restringen el acceso al papel de imprenta,
o la publicidad oficial; estaciones de radio y televisión compradas por el
poder, para acallarlas o mediatizarlas. De todo eso, que no son sino formas de
intolerancia, tanto como la intolerancia religiosa, somos testigos a diario en
América Latina.
Pero al paso de esa ola de indignación, comenzamos a escuchar voces que
nos preguntan si los redactores y caricaturistas de Charlie Hebdo no debieron ser más moderados para
evitar así la represión brutal de que fueron víctimas. Nos dicen que si se
hubieran abstenido de burlarse de Mahoma, porque todas las religiones merecen
respeto, esa tragedia se habría evitado. O sea, que estaba en manos de las
propias víctimas evitarse el riesgo de ser asesinadas, con solo hacer uso de la
moderación y el buen juicio. ¿Por qué caer en actos de provocación, si uno sabe
que en eso le va la vida?
Esas reflexiones sobre la prudencia desbordan la infamia de los
asesinatos de París, y se extienden a todo el oscuro territorio de la libertad
de expresión, amenazada en tantas partes. ¿Por qué un periodista de esos que
son asesinados en Honduras o en México no piensa mejor en la familia que va a
dejar desamparada, antes de exponerse, con sus pertinaces denuncias, a la ira
de los narcotraficantes o de los pandilleros? ¿Por qué mejor no se quedan
callados los medios de comunicación que hacen revelaciones peligrosas para que
no les pongan una bomba? ¿Por qué no guardan silencio los periódicos a los que
reprimen negándoles papel, y así tendrán suficiente para imprimir todo lo que
quieran, menos aquello que al poder no le gusta?
Si se trata de una fiera que ya sabemos que es peligrosa, que tiene
colmillos afilados, y no entienden ni de chistes ni de bromas, ¿la sensatez no
nos indica que no debemos provocarla, ni burlarnos de ella, ni reírnos en sus
narices? Estos razonamientos son parecidos a los que se usan para eximir de
culpa de los agresores sexuales. ¿No harían mejor las mujeres en vestirse de
manera recatada, en lugar de usar provocativos escotes, o minifaldas atrevidas?
Son ellas las que los incitan al pecado, y después no deberían quejarse si las
violan.
Si esta lógica de la cobardía prosperara, estaríamos aceptando que la
libertad de expresión debe ser cedida por partes, según la conveniencia de la
sensatez lo vaya dictando, y luego, cuando abriéramos los ojos, nos daríamos
cuenta de que la hemos cedido toda, y la hemos dejado en manos de quienes,
gracias a nuestra prudencia, la estarían ahora administrando: los fanáticos que
solo saben leer en las páginas en blanco del libro de la ignorancia. Los capos
del narcotráfico. Los dueños iluminados de la verdad. Los autócratas que tienen
proyectos de redención para sus pueblos, y a quienes la palabra libre estorba
sus planes.
Y habríamos cedido también el saludable derecho de reírnos en público.
De reírnos de las ideas fijas y solemnes, de las verdades cerradas, de los
personajes pomposos que tanto se toman en serio a ellos mismos, de las
ridiculeces y de las iniquidades del poder, de los políticos corruptos, de los
oropeles y fastos con que se visten los reyes del narcotráfico y sus acólitos.
Permitiríamos ser expulsados del mundo de la risa, que es por naturaleza
irreverente.
No hay risas reglamentadas. Y como la risa es un don creativo, también
los administradores y censores, o supresores, de nuestra libertad nos exigirían
entregar el resto de nuestras potestades creativas. Escribir solo aquellas
novelas que no ofendan al Dios autoritario que los extremistas tienen en sus
cabezas; no más caricaturas, canciones ni películas opuestas a la fe de otros,
que debemos respetar al precio de pagarles el tributo del silencio.
Un escritor argelino, Kamel Daoud, se está viendo en esas ahora mismo,
después de la publicación de su novela Meursault,
contrainvestigación, candidata en Francia al premio Goncourt. Un oscuro clérigo salafista
que dirige el grupo Frente Despertar Islámico, nada versado en literatura,
tildó al novelista de enemigo de la religión, y llamó a su ejecución pública
“por la guerra que está instigando contra Dios y el profeta”.
Ahora Daoud se halla bajo amenaza de muerte, aunque la solución, para su
tranquilidad, hubiera sido presentar primero su libro a la censura de un ungido
de la fe, que apenas sabe leer, a fin de que suprimiera lo que no fuera de su
gusto. Y los caricaturistas de Charlie Hebdo estarían vivos si
hubieran hecho lo mismo, someter sus dibujos a los dueños de la sanidad
religiosa, que no entienden de bromas ni de risas.
Así viviríamos todos felices, serios y callados, contemplando en la
pared de nuestras celdas mentales el rótulo: “Prohibido hablar, prohibido
reírse”.
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