La libertad y los árabes

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EL PAÍS, domingo 13 de febrero de 2011 29

La libertad y los árabes
PIEDRA DE TOQUE. 

¿Qué mejor prueba que la caída de Mubarak de que la historia no está escrita y que
toma direcciones que escapan a todas las teorías? El Occidente liberal y democrático debería celebrarlo
Por MARIO VARGAS LLOSALA CUARTA PÁGINA OPINIÓN

El movimiento popular que ha sacudido
a países como Túnez, Egipto,
Yemen y cuyas réplicas han llegado
hasta Argelia, Marruecos y Jordania
es el más rotundo desmentido a quienes,
como Thomas Carlyle, creen que “la historia
del mundo es la biografía de los grandes
hombres”. Ningún caudillo, grupo o
partido político puede atribuirse ese sísmico
levantamiento social que ha decapitado
ya la satrapía tunecina de Ben Ali y
la egipcia de Hosni Mubarak, tiene al borde
del desplome a la yemenita de Ali Abdalá
Saleh y provoca escalofríos en los
gobiernos de los países donde la onda convulsiva
ha llegado más débilmente como
en Siria, Jordania, Argelia, Marruecos y
Arabia Saudí.
Es obvio que nadie podía prever lo que
ha ocurrido en las sociedades autoritarias
árabes y que el mundo entero y, en
especial, los analistas, la prensa, las cancillerías
y think tanks políticos occidentales
se han visto tan sorprendidos por la explosión
socio-política árabe como lo estuvieron
con la caída del muro de Berlín y la
desintegración de la Unión Soviética y sus
satélites. No es arbitrario acercar ambos
acontecimientos: los dos tienen una trascendencia
semejante para las respectivas
regiones y lanzan precipitaciones y secuelas
políticas para el resto del mundo.
¿Qué mejor prueba que la historia no está
escrita y que ella puede tomar de pronto
direcciones imprevistas que escapan a todas
las teorías que pretenden sujetarla
dentro de cauces lógicos?
Dicho esto, no es imposible discernir
alguna racionalidad en ese contagioso
movimiento de protesta que se inicia, como
en una historia fantástica, con la inmolación
por el fuego de un pobre y desesperado
tunecino de provincia llamado
Mohamed Bouazizi y con la rapidez del
fuego se extiende por todo el Oriente
Próximo. Los países donde ello ha ocurrido
padecían dictaduras de decenas de
años, corruptas hasta el tuétano, cuyos
gobernantes, parientes cercanos y clientelas
oligárquicas habían acumulado inmensas
fortunas, bien seguras en el extranjero,
mientras la pobreza y el desempleo,
así como la falta de educación y salud,
mantenían a enormes sectores de la
población en niveles de mera subsistencia
y a veces en la hambruna. La corrupción
generalizada y un sistema de favoritismo
y privilegio cerraban a la mayoría
de la población todos los canales de ascenso
económico y social.
Ahora bien, este estado de cosas, que
ha sido el de innumerables países a lo
largo de la historia, jamás hubiera provocado
el alzamiento sin un hecho determinante
de los tiempos modernos: la globalización.
La revolución de la información
ha ido agujereando por doquier los rígidos
sistemas de censura que las satrapías
árabes habían instalado a fin de tener a
los pueblos que explotaban y saqueaban
en la ignorancia y el oscurantismo tradicionales.
Pero ahora es muy difícil, casi
imposible, para un gobierno someter a la
sociedad entera a las tinieblas mediáticas
a fin de manipularla y engañarla como
antaño. La telefonía móvil, el internet, los
blogs, el Facebook, el Twitter, las cadenas
internacionales de televisión y demás
resortes de la tecnología audiovisual han
llevado a todos los rincones del mundo la
realidad de nuestro tiempo y forzado
unas comparaciones que, por supuesto,
han mostrado a las masas árabes el anacronismo
y barbarie de los regímenes
que padecían y la distancia que los separa
de los países modernos. Y esos mismos
instrumentos de la nueva tecnología han
permitido que los manifestantes coordinaran
acciones y pudieran introducir
cierto orden en lo que en un primer momento
pudo parecer una caótica explosión
de descontento anárquico. No ha sido
así. Uno de los rasgos más sorprendentes
de la rebeldía árabe han sido los esfuerzos
de los manifestantes por atajar el
vandalismo y salir al frente, como en
Egipto, de los matones enviados por el
régimen a cometer tropelías para desprestigiar
el alzamiento e intimidar a la
prensa.
La lentitud (para no decir la cobardía)
con que los países occidentales —sobre
todo los de Europa— han reaccionado, vacilando
primero ante lo que ocurría y luego
con vacuas declaraciones de buenas
intenciones a favor de una solución negociada
del conflicto, en vez de apoyar a los
rebeldes, tiene que haber causado terrible
decepción a los millones de manifestantes
que se lanzaron a las calles en los
países árabes pidiendo “libertad” y “democracia”
y descubrieron que los países libres
los miraban con recelo y a veces pánico.
Y comprobar, entre otras cosas, que
los partidos políticos de Mubarak y Ben
Ali ¡eran miembros activos de la Internacional
Socialista! Vaya manera de promocionar
la social democracia y los derechos
humanos en el Oriente Próximo.
La equivocación garrafal de Occidente
ha sido ver en el movimiento emancipador
de los árabes un caballo de Troya
gracias al cual el integrismo islámico podía
apoderarse de toda la región y el modelo
iraní —una satrapía de fanáticos religiosos—
se extendería por todo el Oriente
Próximo. La verdad es que el estallido
popular no estuvo dirigido por los integristas
y que, hasta ahora al menos, éstos
no lideran el movimiento emancipador
ni pretenden hacerlo. Ellos parecen mucho
más conscientes que las cancillerías
occidentales de que lo que moviliza a los
jóvenes de ambos sexos tunecinos, egipcios,
yemenitas y los demás no son la sharia
y el deseo de que unos clérigos fanáticos
vengan a reemplazar a los dictadorzuelos
cleptómanos de los que quieren
sacudirse. Habría que ser ciegos o muy
prejuiciados para no advertir que el motor
secreto de este movimiento es un instinto
de libertad y de modernización.
Desde luego que no sabemos aún la
deriva que tomará esta rebelión y, por
supuesto, no se puede descartar que, en
la confusión que todavía prevalece, el integrismo
o el Ejército traten de sacar partido.
Pero, lo que sí sabemos es que, en su
origen y primer desarrollo, este movimiento
ha sido civil, no religioso, y claramente
inspirado en ideales democráticos
de libertad política, libertad de prensa,
elecciones libres, lucha contra la corrupción,
justicia social, oportunidades para
trabajar y mejorar. El Occidente liberal y
democrático debería celebrar este hecho
como una extraordinaria confirmación
de la vigencia universal de los valores
que representa la cultura de la libertad y
volcar todo su apoyo hacia los pueblos
árabes en este momento de su lucha contra
los tiranos. No sólo sería un acto de
justicia sino también una manera de
asegurar la amistad y la colaboración con
un futuro Oriente Próximo libre y democrático.
Porque ésta es ahora una posibilidad
real. Hasta antes de esta rebelión popular
a muchos nos parecía difícil. Lo ocurrido
en Irán, y, en cierta forma, en Irak, justificaba
cierto pesimismo respecto a la
opción democrática en el mundo árabe.
Pero lo ocurrido estas últimas semanas
debería haber barrido esas reticencias y
temores, inspirados en prejuicios culturales
y racistas. La libertad no es un valor
que sólo los países cultos y evolucionados
aprecian en todo lo que significa. Masas
desinformadas, discriminadas y explotadas
pueden también, por caminos tortuosos
a menudo, descubrir que la libertad
no es un ente retórico desprovisto de sustancia,
sino una llave maestra muy concreta
para salir del horror, un instrumento
para construir una sociedad donde
hombres y mujeres puedan vivir sin miedo,
dentro de la legalidad y con oportunidades
de progreso. Ha ocurrido en el
Asia, en América Latina, en los países que
vivieron sometidos a la férula de la Unión
Soviética. Y ahora —por fin— está empezando
a ocurrir también en los países árabes
con una fuerza y heroísmo extraordinarios.
Nuestra obligación es mostrarles
nuestra solidaridad activa, porque la
transformación de Oriente Próximo en
una tierra de libertad no sólo beneficiará
a millones de árabes sino al mundo entero
en general (incluido, por supuesto, Israel,
aunque el Gobierno extremista de
Netanyahu sea incapaz de entenderlo).
© Derechos mundiales de prensa en todas las
lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2011.
© Mario Vargas Llosa, 2011.



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