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EL NACIONAL -

DOMINGO 07 DE AGOSTO DE 2011 SIETE DÍAS/6Siete Día
Opiniones
No es verdad que Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, de nuestro propio cerebro
MARIO VARGAS LLOSA

 
Nicholas Carr estudió Literatura en Dartmouth College y en la Universidad de Harvard y todo indica que fue en su juventud un voraz lector de buenos libros. Luego, como le ocurrió a toda sugeneración, descubrió la computadora, Internet, los prodigios de la gran revolución informáticade nuestro tiempo, y no sólo dedicó buena parte de su vida a valerse de todos los servicios online
y a navegar mañana y tarde por la red, además, se hizo un profesional y un experto en las nuevas tecnologías de la comunicación sobre las que ha escrito extensamente en prestigiosas publicaciones de Estados Unidos e Inglaterra.

Un buen día descubrió que había dejado de ser un buen lector y, casi casi, un lector.
Su concentración se disipaba luego de una o dos páginas de un libro y, sobre todo si aquello que
leía era complejo y demandaba mucha atención y reflexión, surgía en su mente algo así como un
recóndito rechazo a continuar con aquel empeño intelectual.
Así lo cuenta: "Pierdo el sosiego y el hilo, empiezo a pensar qué otra cosa hacer. Me siento como
si estuviese siempre arrastrando mi cerebro descentrado de vuelta al texto.
La lectura profunda que solía venir naturalmente se ha convertido en un esfuerzo".

Preocupado, tomó una decisión radical. A finales de 2007, él y su esposa abandonaron sus ultramodernas instalaciones de Boston y se
fueron a vivir en una cabaña de las montañas de Colorado, donde no había telefonía móvil e Internet llegaba tarde, mal y nunca. Allí, a lo
largo de dos años, escribió el polémico libro que lo ha hecho famoso.
Se titula en inglés
The Shallows: What the Internet is Doing to Our Brains, y en español: Superficiales: ¿qué está haciendo Internetcon nuestras mentes? (Taurus, 2011). Lo acabo de leer, de un tirón, y he quedado fascinado, asustado y entristecido.

 Carr no es un renegado de la informática, no se ha vuelto un ludita contemporáneo que quisiera acabar con todas las computadoras. En
su libro reconoce el extraordinario aporte que servicios como el de Google, Twitter, Facebook o Skype prestan a la información y a la
comunicación, el tiempo que ahorran, la facilidad con que una inmensa cantidad de seres humanos pueden compartir experiencias, los
beneficios que todo esto acarrea a las empresas, a la investigación científica y al desarrollo económico de las naciones.
Pero todo esto tiene un precio y, en última instancia, significará una trasformación tan grande en nuestra vida cultural y en la manera de
operar del cerebro humano como lo fue el descubrimiento de la imprenta por Johannes Gutenberg en el siglo XV que generalizó la
lectura de libros, hasta entonces confinada en una minoría insignificante de clérigos, intelectuales y aristócratas. El libro de Carr es una
reivindicación de las teorías del ahora olvidado Marshall McLuhan, a quien nadie hizo mucho caso cuando, hace más de medio siglo,
aseguró que los medios no son nunca meros vehículos de un contenido, que ejercen una solapada influencia sobre éste y que, a largo
plazo, modifican nuestra manera de pensar y de actuar. McLuhan se refería sobre todo a la televisión, pero la argumentación del libro de
Carr y los abundantes experimentos y testimonios que cita en su apoyo indican que semejante tesis alcanza una extraordinaria actualidad
relacionada con el mundo de Internet.
Los defensores recalcitrantes del software alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa, y, desde luego,
hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo, siempre y cuando estas pruebas se efectúen en el campo de acción en el que los
beneficios de aquella tecnología son indiscutibles: ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos,
haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses deconsultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance una computadora, se entumece y debilita como los
músculos que dejan de usarse.
No es verdad que Internet sea sólo una herramienta. Es un utensilio que pasa a ser una prolongación de nuestro propio cuerpo, denuestro propio cerebro, el que, también, de una manera discreta, se va adaptando poco a poco a ese nuevo sistema de informarse y depensar, y renuncia poco a poco a las funciones que este sistema hace por él y, a veces, mejor que él. No es una metáfora poética decir
que la "inteligencia artificial" que está a su servicio soborna y sensualiza nuestros órganos pensantes, los que se van volviendo, de
manera paulatina, dependientes de aquellas herramientas y, por fin, sus esclavos. ¿Para qué mantener fresca y activa la memoria si toda
ella está almacenada en algo que un programador de sistemas ha llamado "la mejor y más grande biblioteca del mundo? ¿Y para qué
aguzar la atención si pulsando las teclas adecuadas los recuerdos que necesito vienen a mí, resucitados por esas diligentes máquinas? No
es extraño, por eso, que algunos fanáticos de la web, como el profesor Joe O’Shea, filósofo de la Universidad de Florida, afirme:
"Sentarse y leer un libro de cabo a rabo no tiene sentido. No es un buen uso de mi tiempo, ya que puedo tener toda la información que
quiera con mayor rapidez a través de la web. Cuando uno se vuelve un cazador experimentado en Internet, los libros son superfluos". Lo
atroz de esta frase no es la afirmación final, sino que el filósofo de marras crea que uno lee libros sólo para "informarse". Es uno de los
estragos que puede causar la adicción frenética a la pantallita. De ahí, la patética confesión de la doctora Katherine Hayles, profesora de
Literatura de la Universidad de Duke: "Ya no puedo conseguir que mis alumnos lean libros enteros".
Esos alumnos no tienen la culpa de ser ahora incapaces de leer
La guerra y la paz o El Quijote. Acostumbrados a picotear informaciónen sus computadoras, sin tener necesidad de hacer prolongados esfuerzos de concentración, han ido perdiendo el hábito y hasta lafacultad de hacerlo, y han sido condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la red, con susinfinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de
atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura.
Pero no creo que sea sólo la literatura a la que Internet vuelve superflua: toda obra de creación gratuita, no subordinada a la utilización
pragmática, queda fuera del tipo de conocimiento y cultura que propicia la web. Sin duda que ésta almacenará con facilidad a Proust,
Homero, Popper y Platón, pero difícilmente sus obras tendrán muchos lectores. ¿Para qué tomarse el trabajo de leerlas si en Google
puedo encontrar síntesis sencillas, claras y amenas de lo que inventaron en esos farragosos librotes que leían los lectores prehistóricos?
La revolución de la información está lejos de haber concluido. Por el contrario, en este dominio cada día surgen nuevas posibilidades y
logros, y lo imposible retrocede velozmente. ¿Debemos alegrarnos? Si el género de cultura que está reemplazando a la antigua nos
parece un progreso, sin duda sí. Pero debemos inquietarnos si ese progreso significa aquello que un erudito estudioso de los efectos de
Internet en nuestro cerebro y en nuestras costumbres, Van Nimwegen, dedujo luego de uno de sus experimentos: que confiar a las
computadoras la solución de todos los problemas cognitivos reduce "la capacidad de nuestros cerebros para construir estructuras
estables de conocimientos". En otras palabras: cuanto más inteligente sea nuestro computador, más tontos seremos.
Tal vez haya exageraciones en el libro de Nicholas Carr, como ocurre siempre con los argumentos que defienden tesis controvertidas. Yo
carezco de los conocimientos neurológicos y de informática para juzgar hasta qué punto son confiables las pruebas y experimentos
científicos que describe en su libro. Pero éste me da la impresión de ser riguroso y sensato, un llamado de atención que para qué
engañarnos no será escuchado. Lo que significa, si él tiene razón, que la robotización de una humanidad organizada en función de la
"inteligencia artificial" es imparable. A menos, claro, que un cataclismo nuclear, por obra de un accidente o una acción terrorista, nos
regrese a las cavernas. Habría que empezar de nuevo, entonces, y a ver si la segunda vez lo hacemos mejor.
© El País

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