El lenguaje es un encierro

EL NACIONAL - Domingo 15 de Mayo de 2011 Opinión/8
 

Opinión


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El lenguaje es un encierro

RIGOBERTO LANZ




"Lo que prevalece y abruma es lo secundario y lo parasitario".

George Steiner: Réels Pré- sences, p. 154
L os amigos Esteban Emilio Mosonyi y Jonatan Alzuru han estado ocupados en un importante debate en el que yo mismo he servido de inspirador. Tal vez sea el momento de una breve acotación. El lector puede que haya perdido los hilos de la discusión inicial, pero no importa. De momento me ocuparé sólo de una derivación de esa conversa para no "llover sobre mojado". ¿De qué se trata? Vamos a tomar como una ingenuidad la afirmación del amigo Alzuru de que el lenguaje "no sólo es cárcel", que "lo constitutivo del lenguaje es el fluir". ¡Malas noticias! Para no andar por las ramas, digámoslo brutalmente: el lenguaje es esencialmente cárcel y lo que le es constitutivo es el encierro. Exactamente lo contrario de lo que dice nuestro amigo.

La tiranía del significante no se resuelve con el juego del significado (salvo momentos excepcionales de la palabra poética y rupturas rarísimas en el pensamiento). El lenguaje, sobremanera cuando se hace discurso, está allí para normalizar, no para liberar; está allí para instrumentalizar, no para emancipar; está allí para disciplinar, no para rebelar. Incluso en las sociedades más inocentes, el lenguaje es un normalizador, es decir, funciona como dispositivo que recorta la realidad de un cierto modo (no tiene otro remedio) y nombra el mundo de la manera que una cierta configuración cultural puede hacerlo (no tiene más opciones).

Pero como las sociedades no son tan inocentes, entonces la cosa se pone más complicada: es ahora el poder el vector principal que saca provecho de la socialización lingüística para su reproducción, para la construcción de subjetividades, para la construcción misma de la "realidad". Esta jaula reforzada es lo que tenemos como discursividades en nuestras flamantes sociedades. Son las prácticas discursivas los nichos más potentes de reproducción de las relaciones dominantes.

Peor aún en los estilos lingüísticos caracterizados como el de la ciencia y todos aquellos lenguajes prelegitimados por la autoridad de algún poder (en todos los terrenos, la sexualidad incluida).

"Las personas no hablan, son habladas", nos recuerda el maestro Michel Foucault. "Capital cultural y capital lingüístico son condiciones constitutivas de lo que hablar quiere decir", nos recuerda el camarada Pierre Bourdieau. ¿Entonces? ¿A qué viene la candidez de definir el lenguaje como este puro "fluir"? Parece poco creíble que el amigo Jonatan esté siendo víctima de una inocentada. Me parece más bien que el asunto va por el lado de un sustrato filosófico no bien defecado que presumía una universalidad de lenguajes bien posicionados en la flamante cultura occidental. Desde allí se puede condescender a esas pequeñeces del diálogo de saberes, pensar desde el Sur, interculturalidad, encuentro de civilizaciones. Pero aún en este trance, es pedir demasiado en nombre de un presunto lenguaje que "fluye".

Otra cosa es reconocer también que el mercado lingüístico (Bourdieau) funciona de modo contradictorio, no es un territorio plano y unilineal. Como todas las relaciones de poder, allí también hay resistencia (Foucault). Los pliegues, efectos perversos y fisuras del lenguaje están por todos lados.

La gente se las arregla para bordear las rigideces del discurso políticamente correcto: desde los sincretismos que siempre han existido, hasta las novedosísimas maneras de escribir mensajes de texto (asunto que tanto preocupa a la compañía "Telefónica" porque está deformando el español). Pero esto ocurre a pesar del lenguaje mismo, es decir, es la contestación a sus límites, es la búsqueda de otra semiótica, es la posibilidad de rupturas con las jaulas discursivas.

Lo que sí sería una ingenuidad imperdonable sería creerse en serio que esto ocurra "espontáneamente", como una propiedad de la lengua. Esta universalidad agazapada es una trampa.

No hay posibilidad emancipatoria que no pase forzosamente por la superación de los modos de nombrar. Ignorar esta premisa básica es lo más caro que han pagado todos los intentos revolucionarios que conocemos.



 

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